Andanadas por la popa
Texto: José Ramón Vallespín Gómez
Cerca ya de la mitad del verano, la tarde había sido moderadamente calurosa, aliviada si acaso por el viento, fresco y del tercer cuadrante. Se había puesto el sol, pero la noche era de luna, muy clara, y quitando el murmullo de las faenas de a bordo, en general solo se oía la caricia del agua en los costados del vaso habanero(1), que navegaba de aleta. El Capitán de Navío de la Cerda llevaba varias horas en toldilla sin apartar la vista del Poniente, mientras se lamentaba de su suerte. Desde hacía ya varias horas escapaba de una fragata y un paquebote que izaban la enseña de San Jorge, y si a estos se llegara a unir el navío de su misma bandera que les seguía rezagado se encontraría en franca desventaja.
A pesar de que el Glorioso andaba bien para el tiempo que llevaba sin carenar ni renovar el trapo, la velocidad que llevaba no parecía ser suficiente para librarse de la persecución. Maldijo a los ingleses viendo que no había manera de dejarlos atrás. Esa fragata navegaba bien ¡vive Dios! y estaba cada vez mas cerca. No esperaba hacerle mucho daño disparando contra su proa, pero menos daba una piedra y si conseguía reducirle con que fuera un poco el andar, tendría más oportunidades de abrir distancia y perderse de su vista.
Bajo cubierta varios hombres se afanaban en preparar las dos piezas de popa mientras los oficiales no perdían ojo de la fragata inglesa tratando de estar listos para, a la orden de don Pedro, disparar cuando estuviera a distancia de tiro eficaz. En definitiva eran tres contra uno y no convenía gastar munición en alardes inútiles. Repasaban con atención todo el material. El condestable, con cuatro gruñidos indescifrables para quienes no fueran sus artilleros, dirigía la operación con la seriedad que requería la delicada situación.
Arriba, con el ánimo agitado mientras escudriñaba el desarrollo de la persecución, Don Pedro podía imaginar los sentimientos del capitán de la fragata, a pesar de que seguramente ignoraba que estaba al mando de la escuadrilla enemiga. Estaría naturalmente pensando en la gloria de rendir un navío de la poderosa marina del Rey de España, y en lo que eso significaría no solo para su carrera sino para su patria, pero además pensaba en el botín que le correspondería si lo lograba. Un navío de setenta cañones por sí mismo no era poca pieza y además, a juzgar por la derrota que hacía cuando lo avistaron recalando en Azores como cualquier barco en ruta de La Habana a la Península, los caudales que con toda seguridad transportaba añadían un valor muy considerable. Y teniendo detrás de él los ochenta del Warwick no parecía demasiado complicado capturar el navío de su Católica Majestad y que a él le tocara una jugosa parte del precio de la presa. Solo tenía que conseguir embarazar al español para reducir su marcha lo suficiente.
Pero Don Pedro era hombre de mar experimentado en suficientes combates como para saber bastante bien lo que se debía hacer para negarles a los ingleses la victoria y cumplir con su misión. Y tenía la voluntad de vencer de los grandes capitanes. Y ambición no le faltaba. Quien sabe, quizá había llegado su hora. Quizá esta jornada fuera la de su definitiva consagración como hombre de mar y guerra. Había un nuevo rey en el trono, y era buen momento para causar buena impresión. La fragata llevaba ya un rato disparando con sus piezas de proa, y los piques de sus cañonazos se acercaban cada vez más a su barco. Así que se desembarazó de todo pensamiento accesorio, se concentró en la situación táctica, y ordenó abrir fuego… .
A pesar de que el Glorioso andaba bien para el tiempo que llevaba sin carenar ni renovar el trapo, la velocidad que llevaba no parecía ser suficiente para librarse de la persecución. Maldijo a los ingleses viendo que no había manera de dejarlos atrás. Esa fragata navegaba bien ¡vive Dios! y estaba cada vez mas cerca. No esperaba hacerle mucho daño disparando contra su proa, pero menos daba una piedra y si conseguía reducirle con que fuera un poco el andar, tendría más oportunidades de abrir distancia y perderse de su vista.
Bajo cubierta varios hombres se afanaban en preparar las dos piezas de popa mientras los oficiales no perdían ojo de la fragata inglesa tratando de estar listos para, a la orden de don Pedro, disparar cuando estuviera a distancia de tiro eficaz. En definitiva eran tres contra uno y no convenía gastar munición en alardes inútiles. Repasaban con atención todo el material. El condestable, con cuatro gruñidos indescifrables para quienes no fueran sus artilleros, dirigía la operación con la seriedad que requería la delicada situación.
Arriba, con el ánimo agitado mientras escudriñaba el desarrollo de la persecución, Don Pedro podía imaginar los sentimientos del capitán de la fragata, a pesar de que seguramente ignoraba que estaba al mando de la escuadrilla enemiga. Estaría naturalmente pensando en la gloria de rendir un navío de la poderosa marina del Rey de España, y en lo que eso significaría no solo para su carrera sino para su patria, pero además pensaba en el botín que le correspondería si lo lograba. Un navío de setenta cañones por sí mismo no era poca pieza y además, a juzgar por la derrota que hacía cuando lo avistaron recalando en Azores como cualquier barco en ruta de La Habana a la Península, los caudales que con toda seguridad transportaba añadían un valor muy considerable. Y teniendo detrás de él los ochenta del Warwick no parecía demasiado complicado capturar el navío de su Católica Majestad y que a él le tocara una jugosa parte del precio de la presa. Solo tenía que conseguir embarazar al español para reducir su marcha lo suficiente.
Pero Don Pedro era hombre de mar experimentado en suficientes combates como para saber bastante bien lo que se debía hacer para negarles a los ingleses la victoria y cumplir con su misión. Y tenía la voluntad de vencer de los grandes capitanes. Y ambición no le faltaba. Quien sabe, quizá había llegado su hora. Quizá esta jornada fuera la de su definitiva consagración como hombre de mar y guerra. Había un nuevo rey en el trono, y era buen momento para causar buena impresión. La fragata llevaba ya un rato disparando con sus piezas de proa, y los piques de sus cañonazos se acercaban cada vez más a su barco. Así que se desembarazó de todo pensamiento accesorio, se concentró en la situación táctica, y ordenó abrir fuego… .